Cierta madrugada, insomne, retomé mi trabajo habitual en el ordenador. De repente, me pareció haber oído, no sé si del mundo celestial o si de mi mente en estado alterado, una voz como un susurro, que me decía: “Hijo, voy a revelarte una verdad que ha estado siempre ahí, en mi evangelista Lucas, pero que los ojos de los hombres, cegados por siglos de patriarcalismo no podían ver. Se trata de la relación íntima e inefable entre María y el Espíritu Santo”. Y la voz seguía susurrando: “Aquel que es tercero en el orden de la Trinidad, el Espíritu Santo, es el primero en el orden de la creación. Él llegó antes al mundo; después vino el Hijo de Dios. Fue el Espíritu Santo, aquel que flotaba sobre el caos primitivo, y el que sacó de allí todos los órdenes de la creación. De ese Espíritu creador, se dice por mi evangelista Lucas: vendrá sobre ti, María, y armará su tienda sobre ti, por eso el Santo engendrado será llamado Hijo de Dios. Armar la tienda, como sabes, significa morar, habitar definitivamente. Si María, perpleja, no hubiese dicho su fiat, hágase según tu palabra, el Hijo no se habría encarnado y el Espíritu Santo no se habría feminizado.
Mira, hijo, lo que te estoy diciendo: El Espíritu vino a morar definitivamente en esta mujer, María. Se identificó con ella, se unió a ella de forma tan radical y misteriosa que en ella comenzó a plasmarse la santa humanidad de Jesús. El Espíritu de vida produjo la vida nueva, el hombre nuevo, Jesús. Para ti y para todos los fieles está claro que lo masculino a través del hombre Jesús de Nazaret fue divinizado. Ahora vete al evangelio de san Lucas y constatarás que también lo femenino a través de María de Nazaret fue divinizado por el Espíritu Santo. Él armó su tienda, es decir, vino a morar definitivamente en ella. Date cuenta que el evangelista Juan dice lo mismo del Hijo: Él armó su tienda en Jesús. No es el Espíritu, susurra la misma voz, que toma al profeta para una determinada misión y, cumplida esta, termina su presencia en él. Con María es diferente. Viene, se queda, y no se va jamás. Ella es elevada a la altura del Divino Espíritu Santo. De ahí que, lógicamente, el Santo engendrado será llamado Hijo de Dios. Es el caso de María. No sin razón es la bendita entre las mujeres.
Hijo, esta es la verdad que debes anunciar: por medio de María, Dios mostró que además de ser Dios-Padre es también Dios-Madre con las características de lo femenino: el amor, la ternura, el cuidado, la compasión y la misericordia. Estas virtudes están también en los hombres, pero encuentran una expresión más visible en las mujeres.
Hijo, al decir Dios-Madre descubrirás la porción femenina de Dios con todas las virtudes de lo femenino. Jamás olvides que las mujeres nunca traicionaron a Jesús. Le fueron fieles hasta el pie de la cruz. Mientras sus discípulos, los hombres, huyeron, Judas lo traicionó y Pedro lo negó, ellas mostraron un amor fiel hasta el extremo. Ellas, mucho antes que los apóstoles, fueron las primeras en dar testimonio de la resurrección de Jesús, el hecho mayor de la historia de la salvación.
Lo femenino de Dios no se agota en su maternidad, sino que se revela en lo que hay de intimidad, de amorosidad, de gentileza y de sensibilidad, perceptibles en lo femenino. No permitas que nadie, por ninguna razón, discrimine a una mujer por ser mujer, aduce todas las razones para que sea respetada y amada, pues ella revela algo de Dios que solamente ella, junto con el hombre, puede hacer a mi imagen y semejanza. Refuerza sus luchas, recoge las contribuciones que ella aporta a la sociedad, a las Iglesias, al equilibrio entre hombre y mujeres. Ellas son un sacramento de Dios-Madre para todos, un camino que nos lleva a la ternura de Dios. Ojala las mujeres asuman su porción divina, presente en una compañera suya, María de Nazaret. Llegará el día en que caigan las escamas que cubren vuestros ojos y entonces hombres y mujeres os sentiréis también divinizados por el Hijo y por el Espíritu Santo”.
Al volver en mí, sentí en la claridad de mi mente cuanto de verdad me había sido comunicado. Y, conmovido, me llené de alabanzas y de acción de gracias.
Leonardo Boff escribió El rostro materno de Dios, Sal Terrae 1999.
Traducción de Mª José Gavito Milano