"Con Medellín Dios pasó por América Latina. ¿Con quién pasa ahora?", Jon Sobrino

Reflexión para la Cuaresma 2012

Los diez años de Medellín (1968) a Puebla (1979) fueron únicos en la época moderna de la Iglesia católica en América Latina. Después comenzó un declive al que Aparecida (2007) quiso poner freno, aunque hasta ahora queda mucho por hacer.

Al hacer este juicio, no nos fijarnos en la iglesia tal como la analizan los sociólogos, sino que nos fijamos en «el paso de Dios”. Sin duda es más difícil de calibrar, pero toca la dimensión más honda de la Iglesia, y al servicio de qué debe estar. En definitiva qué aporta a los seres humanos y al mundo como un todo. Y obviamente hay que preguntarse «qué Dios” es el que pasa por la historia en un momento dado.

Medellín

Fue un salto cualitativo. Irrumpieron los pobres, y en ellos irrumpió Dios. Fue un hecho fundante que penetró en la fe de muchos y configuró a la Iglesia.

Sorprendentemente, para la asamblea de obispos la prioridad no la tuvo la Iglesia en sí misma, sino el mundo de pobres y víctimas, es decir la creación de Dios. Sus primeras palabras proclaman la realidad del continente: «una pobreza masiva producto de la injusticia”. Los obispos actuaron, ante todo, como seres humanos, y dejaron hablar a la realidad que clamaba al cielo. Son los clamores que Dios escuchó en el éxodo, le hicieron salir de sí mismo y entró decididamente en la historia. De igual modo, con Medellín Dios entró en la historia latinoamericana.

Desde esa irrupción de los pobres, y de Dios en ellos, Medellín pensó qué es ser Iglesia, cuál es su identidad y misión fundamental, y cuál debe ser su modo de estar en un mundo de pobres. La respuesta fue «una iglesia de los pobres”, semejante a la ilusión que tuvo Juan XXIII y el cardenal Lercaro. En el concilio no prosperó, en Medellín sí. La Iglesia sintió compasión por los oprimidos y decidió trabajar por su liberación. Por muchos, con mayor o menor conciencia explícita, fue acogida como bendición. Por otros, fue percibida, con razón, como grave peligro.

Muy pronto reaccionó el poder. En 1968 Nelson Rockefeller escribió un informe sobre lo que estaba ocurriendo, y esa Iglesia, nueva y peligrosa, tenía que ser debilitada y frenada, y lo mismo ocurrió al comienzo de la administración Reagan. Oligarquías con el capital, ejércitos, escuadrones de la muerte, desencadenaron una persecución contra la Iglesia, desconocida en la historia de América Latina. La persecución, y el mantenerse firme en ella, dejó en claro lo novedoso y evangélico que estaba ocurriendo: la Iglesia de Medellín estaba con el pueblo pobre y perseguido, y corrió su misma suerte. Miles fueron asesinados, entre ellos media docena de obispos, decenas de sacerotes, religiosos y religiosas, y multitud de laicos, mujeres y varones. Con limitaciones, errores y pecados, era una Iglesia mucho más casta que meretriz, mucho más evangélica que mundana.

Al interior de la Iglesia católica, Pablo VI propició y animó esta nueva Iglesia, pero altos personeros de la curia romana, y de otras curias locales, la descualificaron, trataron mal e injustamente a sus representantes señeros, también a obispos, y diseñaron una iglesia alternativa, diferente y aun contraria, más devocional, intimista, de movimientos, sumisos a y defensores de la jerarquía. Y lo que había que evitar era que la Iglesia volviese a entrar en conflicto con los poderosos. La iglesia popular, nacida alrededor de Medellín, creyente y lúcida, de comunidades de base, que vivía la pobreza del continente, sufrió la doble persecución del mundo opresor, y, con alguna frecuencia, de la propia iglesia.

Una Iglesia así fue testigo y seguidora de Jesús de Nazaret. Encarnada, defensora y compañera de los pobres, cargaba con la cruz y con frecuencia moría en ella. Anunció una Buena Noticia como Jesús en la sinagoga de Nazaret. Tuvo sus «doce apóstoles”, los Padres de la iglesia latinoamericana con don Helder Camara uno de los pioneros, con Enrique Angelelli, don Sergio Méndez Arceo, Leonidas Proaño, con monseñor Romero, pastor y mártir del continente, y otros. Llegó a ser ekklesia, en la que mujeres y varones, religiosas y laicos, latinoamericanos y venidos de fuera, llegaron a formar cuerpo eclesial, una gran comunidad de vida y misión. Entre los de casa y los de lejos se generó una solidaridad nunca vista: se llevaban mutuamente. Creció la esperanza y el gozo. Y del amor de los mártires nació una brisa de resurrección, ajena a toda alienación, que volvía a remitir a la historia para vivir en ella como resucitados.

En esa Iglesia soplaba el Espíritu, el espíritu de Jesús y el espíritu de los pobres. Ese espíritu inspiraba oración, liturgia, música, arte. Y también inspiraba homilías proféticas, cartas pastorales lúcidas, textos teológicos de casa, no textos simplemente importados que no habían pasado por el crisol de Medellín.

En el centro de todo estaba el evangelio de Jesús. Lucas 4, 16: «He venido a anunciar la buena noticia a los pobres, a liberar a los cautivos”. Mateo 25, 36-41: «Tuve hambre y me dieron de comer”. Juan 15, 13: «Nadie tiene más amor que el que da la vida por los hermanos”. Y Jesús de Nazaret, el crucificado resucitado, Hechos 2, 23: «A quien ustedes dieron muerte Dios le devolvió a la vida”.

¿Y ahora?

Encuestas, estudios sociológicos y antropológicos, económicos y políticos, ofrecen datos y suministran explicaciones sobre la Iglesia católica y otras iglesias cristianas. Nos dicen si subimos o bajamos en número y en influjo en la sociedad. Desde esa perspectiva nada tengo que añadir. Y estrictamente hablando, tampoco es mi mayor preocupación cuál será el futuro de lo que llamamos «Iglesia”, aunque en ella he vivido y vivo, y me he acostumbrado a pertenecer a la familia.

Lo que me interesa, y me alegra, es que «Dios pase por este mundo”. Y la razón es sencilla. El mundo está «gravemente enfermo”, decía Ellacuría, «enfermo de muerte”, dice Jean Ziegler. Es decir, necesita salvación y sanación. Por ello, como creyente y como ser humano, deseo que «Dios pase por este mundo”, pues ese paso siempre trae salvación a las personas y al mundo en su conjunto. Tuvimos la dicha de sentir ese paso de Dios con Medellín, con Monseñor Romero, con muchas comunidades populares. Con muchas personas buenas, sencillas en su mayoría. Con una pléyade de mártires. Y también, aunque eso solo se puede sentir «en un difícil acto de fe”, como decía Ellacuría al explicar la salvación que trae el siervo sufriente de Isaías, con el pueblo crucificado.

¿Cómo estamos hoy? Sería cometer un grave error caer en simplismos en cosas tan serias. Sería injusto no ver lo bueno que, de muchas formas, existe en las iglesias. Y sería arrogante no intentar descubrirlo, aunque a veces se esconda tras una corteza que no remite con claridad a Jesús de Nazaret. En cualquier caso, el paso de «Dios” siempre será misterio inescrutable, y sólo de puntillas y con máximo respeto a todos los seres humanos podemos hablar sobre ello. Pero con todas estas cautelas algo se puede decir. Mencionaremos las realidades de los fieles y sus comunidades, pero tenemos en mente sobre todo a las instancias, altas en jerarquía, históricamente muy responsables de lo que ocurre, y a las que no se puede pedir cuenta con eficacia. Con sencillez doy mi visión personal.

De diversas formas abunda el pentecostalismo, como forma de iglesia distante de los problemas reales de vida y muerte de las mayorías, aunque trae ánimo y consuelo a los pobres, lo que no es desdeñar cuando no tienen dónde agarrarse para que su vida tenga sentido -distinta es la situación en clases más acomodadas. Prolifera un gran número de movimientos, docenas de ellos, proliferan los medios de comunicación de las iglesias, emisoras de radio y televisión, sumisos en exceso a ideales y normas que provienen de curias, sin dar sensación de libertad para tomar ellos mismos en sus manos un evangelio que anuncia la buena nueva para los pobres, en forma de justicia, y sin sospechar la necesidad de un estudio, reflexivo, mínimamente científico, de la Palabra de Dios, y en general de la teología que propició el Vaticano II y Medellín. Proliferan devociones de todo tipo, las de antes y las de ahora. Jesús de Nazaret, el que pasó haciendo el bien y murió crucificado, es dejado de lado con facilidad en favor del niño Jesús, sea de Atocha, de Praga, el Dios niño, dicho con gran respeto. Con facilidad se diluye el Jesús recio de Galilea, del Jordán, el profeta de denuncias alrededor del templo de Jerusalén, en favor de devociones, basadas en apariciones con un trasfondo sentimental y melifluo en exceso. Por decirlo con sencillez, la divina providencia puede atraer más que el Padre de Jesús, el Hijo que es Jesús de Nazaret, el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida, y Padre de los pobres como se canta en el himno de Pentecostés.

En su conjunto cuesta hoy encontrar en la Iglesia la libertad de los hijos e hijas de Dios, la libertad ante el poder, que no por ser sagrado deja de ser poder. Se nota excesiva obsecuencia y sumisión hacia todo lo que sea jerarquía, lo que llega a convertirse en miedo paralizante. Desde las instancias de poder eclesial apunta el triunfalismo, y lo que he llamado la pastoral de la apoteosis, multitudinaria, mediática. En muchos seminarios el discurrir y pensar es sustituido por el memorizar. En las reuniones del clero, por lo que sabemos, las preguntas, la discusión y el debate son sustituidas por el silencio. Las cartas pastorales de los años setenta y ochenta -verdadero orgullo de las iglesias, que reverdecen en ocasiones, en Guatemala por ejemplo- son sustituidas por breves mensajes, modosos y comedidos, con argumentos tomados de las últimas encíclicas del papa. El centro institucional no parece estar ya en América Latina, sino en la distante Roma. Todo esto está dicho con respeto.

Cómo será el paso de Dios por América Latina y con quién pasará está por ver, y en definitiva es cosa de Dios. Pero es cosa nuestra anhelarlo, trabajar por ello, y aprender de cómo ocurrió en el pasado alrededor de Medellín.

Bueno es saber y analizar los vaivenes de la membresía y el influjo de las Iglesias en la sociedad. Por lo que dicen los datos, en ambas cosas la Iglesia católica va a menos. Pero más presentes hay que tener las raíces de cuya savia ha vivido el paso de Dios. Y regarla humildemente, con aguas vivas.

Qué le ocurrirá a nuestra iglesia, y a todas las iglesias, está por ver. Mi deseo es que, ocurra lo que ocurra en lo exterior, sea por ponerse al servicio del paso de Dios por este mundo, el Dios de Jesús, compasivo, profeta y crucificado. Y el Dios dador de esperanza.

Estas son preguntas que podemos hacerlas siempre. Pero quizás es bueno hacerlas al comienzo de cuaresma. Este tiempo nos exige reciedumbre para caminar a Jerusalén. Y nos ofrece esperanza de encontrarnos allí con Jesús crucificado y resucitado.

Fonte: http://www.adital.com.br/site/noticia.asp?lang=ES&cod=64647

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