Actualmente hay mucha decepción con la Iglesia Católica institucional. Se está dando una doble emigración: una exterior, personas que abandonan sencillamente la Iglesia, y otra interior, las que permanecen en ella pero no la sienten ya como un hogar espiritual. Continúan creyendo a pesar de la Iglesia.
No es para menos. El papa actual ha tomado algunas iniciativas radicales que han dividido el cuerpo eclesial. Ha asumido un camino de confrontación con dos importantes episcopados, el alemán y el francés, al introducir la misa en latín; ha articulado una reconciliación rebuscada con la Iglesia de los seguidores de Lebfrevre; ha vaciado las principales intuiciones renovadoras del Concilio Vaticano II, especialmente el ecumenismo, negando absurdamente el título de «Iglesia» a las Iglesias que no sean la Católica y la Ortodoxa; siendo cardenal se mostró gravemente permisivo con los pedófilos; su relación con el sida roza los límites de lo inhumano.
La Iglesia Católica actual se ha sumergido en un invierno riguroso. La base social de apoyo al modelo anticuado del actual papa está formada por grupos conservadores, más interesados en las realizaciones mediáticas, en la lógica del mercado, que en proponer un mensaje adecuado a los graves problemas actuales. Ofrecen un «cristianismo-lexotán» apto para calmar conciencias angustiadas, pero alienado frente a la humanidad sufriente.
Urge animar a estos cristianos en vías de emigración con lo que es esencial en el cristianismo. No lo es seguramente la Iglesia, que no fue objeto de la predicación de Jesús. Él anunció un sueño, el Reino de Dios, en contraposición al Reino de César; Reino de Dios que representa una revolución absoluta de las relaciones, desde las individuales hasta las divinas y cósmicas.
El cristianismo apareció primeramente en la historia como movimiento y como el camino de Cristo. Es anterior a su sedimentación en los cuatro evangelios y en las doctrinas. El carácter de camino espiritual significa un tipo de cristianismo que posee su propio curso. Generalmente vive al margen y, a veces, a distancia crítica de la institución oficial. Pero nace y se alimenta de la fascinación permanente de la figura y el mensaje libertario y espiritual de Jesús de Nazaret. Inicialmente considerado como «herejía de los Nazarenos» (Hechos 24,5) o simplemente «herejía» (Hechos 28,22) en el sentido de «grupillo», el cristianismo fue adquiriendo autonomía hasta que sus seguidores, según los Hechos de los Apóstoles (11,36), fueron llamados «cristianos».
El movimiento de Jesús es ciertamente la fuerza más vigorosa del cristianismo, más que las Iglesias, por no estar encuadrado en instituciones ni aprisionado en doctrinas y dogmas. Está compuesto por todo tipo de gente, de las más variadas culturas y tradiciones, hasta por agnósticos y ateos que se dejan tocar por la figura valiente de Jesús, por el sueño que anunció, un Reino de amor y de libertad, por su ética de amor incondicional, especialmente a los pobres y a los oprimidos, y por la forma como asumió el drama humano, en medio de humillaciones, torturas, y su ejecución en la cruz. Presentó una imagen de Dios tan íntima y amiga de la vida que es difícil prescindir de ella hasta por quien no cree en Dios. Mucha gente dice: «si existe Dios, tiene que ser como el Dios de Jesús».
Este cristianismo como camino espiritual es lo que realmente cuenta. Sin embargo, de ser un movimiento pasó muy pronto a ser una institución religiosa con varios modos de organización. En su seno se elaboraron las distintas interpretaciones de la figura de Jesús que se transformaron en doctrinas y fueron recogidas por los evangelios oficiales. Las Iglesias, al asumir carácter institucional, establecieron criterios de pertenencia y de exclusión, doctrinas como referencia identitaria y ritos de celebración propios. Quien explica tal fenómeno es la sociología, no la teología. La institución vive siempre en tensión con el camino espiritual. Lo óptimo es que caminen juntos, pero eso es raro. Lo decisivo es, en todo caso, el camino espiritual. Éste tiene futuro y anima el sentido de la vida.
El problema de la Iglesia romano-católica es su pretensión de ser la única verdadera. Lo correcto es que todas se reconozcan mutuamente, pues todas ellas revelan dimensiones diferentes y complementarias del mensaje del Nazareno. Lo importante es que el cristianismo mantenga su carácter de camino espiritual. Él puede sustentar a tantos cristianos y cristianas frente a la mediocridad e irrelevancia en la que ha caído la Iglesia actual.