Tiene poder toda persona o institución capaz de decidir el rumbo de nuestras vidas. Esto es poder: es capaz de darnos o quitarnos trabajo, de aumentar o reducir el salario, de ofrecer o no mejores sistemas de salud y educación.
No me interesa el poder de los maharajás de la India o el de los multimillonarios árabes. No influyen en mi existencia. Soy indiferente al poder del presidente de Francia o del primer ministro de Italia. Pero me alcanza el poder del presidente de los EE.UU., dada la enorme influencia económica, ideológica y militar de dicho país en todo el planeta. Añadamos a la lista su peso en el medio ambiente, en el avance de la ciencia y en el mejoramiento de la tecnología.
Poderoso es aquel que me salva o me condena, me incluye o me excluye, me premia o me castiga.
Puedo prescindir del poder del jefe de una empresa, siempre que no trabaje en ella. Pero no puedo prescindir de quien ostenta el poder político. Aunque no haya sido elegido con mi voto. Toda decisión política influye en el conjunto de la sociedad. Para bien o para mal, depende del punto de vista de quien resulta beneficiado o perjudicado.
Por eso es necesario estar atento: quien tiene tirria a la política es gobernado por quien no la tiene. Y todo cuanto los malos políticos quieren es que la mayoría de la población indiferente al hecho haga en la vida pública lo que hace en la privada.
¿Cómo me relaciono con la persona que, cerca de mí, detenta el poder sobre mi destino? He ahí una cuestión que desgraciadamente Freud y sus sucesores no profundizaron tanto como lo hicieron los dramaturgos griegos en la antigüedad, así como Shakespeare y nuestro Machado de Assis.
La tendencia es que el subalterno, cuanto está más apegado a su función que a su espíritu crítico, se infantilice frente al superior: ríe de lo que no tiene la menor gracia, elogia lo que no merece consideración, trata de averiguarle sus gustos y preferencias. Se trata de un juego típico del niño que se esfuerza por seducir al adulto para, a cambio, obtener cariño y la realización de sus aspiraciones.
Muchos que tienen poder nutren sus egos gracias a la corte de aduladores. Y tienden a no aceptar que los critiquen. Si alguien se atreve a hacerles alguna crítica, primero hay que escoger cuidadosamente las palabras, de modo que no se les hiera la sensibilidad, así como una aguja es capaz de pinchar un balón.
La mayoría se calla ante el poderoso, aunque le conozca contradicciones y defectos. Son raras las personas que, en cargos de gobierno, osan repetir la iniciativa de un gerente de empresa que, una vez al mes, reservaba una hora para oír críticas de sus subordinados. E incluso puso un buzón de correspondencia para quien prefiriera hacerlo anónimamente.
Según él, la opinión que tenemos de nosotros mismos y de nuestro desempeño casi nunca coincide con la de quien vive con nosotros.
Saber oír críticas es un acto de humildad y de tolerancia. Humildad deriva de humus, tierra; humilde no es el tonto sino el que mantiene los pies en el suelo, sin vuelos egolátricos, ni se deja encerrar en la baja autoestima.
Muchos defectos podrían ser corregidos en instituciones y empresas si los funcionarios y subalternos tuvieran canales para expresar críticas y sugerencias. ¿En qué hospital los pacientes evalúan a los médicos? ¿En qué escuela los alumnos dan notas a los profesores? ¿En qué iglesia los fieles cuestionan a sus obispos y pastores?
Hay personas, especialmente en la esfera de la política, que sólo se sienten atraídas por la aureola del poder. Cuando están cercanas, prescinden de cualquier conciencia crítica y actúan ridículamente, cual loros de pirata, tratando siempre de apoyarse en el hombro del poderoso.
Pero si las circunstancias las alejan del poder se sienten humilladas, despreciadas, y se dejan invadir de congojas y de iras. El poderoso adulado ayer pasa a ser objeto de críticas mordaces. Es el síndrome de la expulsión del paraíso…
El mejor antídoto para la seducción del poder es la espiritualidad. No sólo en el sentido religioso, sino sobre todo en lo que concierne a la profundización subjetiva de valores éticos. Quien está contento consigo mismo no necesita la aprobación ajena. No siempre damos oídos al precepto de Jesús: «Amar al prójimo como a sí mismo». Si no tengo una buena autoestima difícilmente sabré relacionarme con el prójimo con benevolencia y compasión.
Muchos caminos conducen a esa conquista interior. Para mí la más pedagógica es la meditación, ese silencioso ejercicio de dejar que Dios me habite para que yo pueda abrir las puertas del corazón y las ventanas de la mente a los semejantes y a la naturaleza.
[Traducción de J.L.Burguet]
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