Baixo o título «¿Guardián de mi hermano? La responsabilidad de proteger. A propósito del RD-Ley 16/2012 y el derecho a la salud de los inmigrantes» o avogado José Luis Segovia amosa a súa visión -dende o dereito- da reforma no sistema sanitario e como esta afectará a poboación inmigrante.
UNA MALA LEY ES UNA LEY MALA
La norma aprobada el martes 24 de abril, “de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones”, pretende despojar a las personas inmigrantes en situación irregular de su derecho a la atención sanitaria primaria y especializada. Quienes nos adscribimos a la tradición iusnaturalista y a la ética de los principios sabemos bien que eso es imposible. Lo que hace el legislador es simplemente “reconocer” derechos humanos, pero no crearlos, ni mucho menos abrogarlos. Violentar un derecho humano es algo tan a contrapelo del más elemental sentido ético que es imposible hacerlo sin mala conciencia. Por eso, se suele acudir a tres mecanismos exculpatorios: a) reducir, al menos nominatim, la persona a otra categoría más instrumentalizable; b) utilizar una técnica legislativa rebuscadamente aséptica; c) propiciar cierta confusión conceptual que facilite el aplauso social.
El Real Decreto-ley utiliza arteramente los tres. La persona es titular de derechos humanos inalienables. Pero, si en vez de persona hablamos de asegurado, o todavía mejor de “portador de la tarjeta sanitaria”, y establecemos una comunicabilidad directa entre la efectividad del ejercicio del derecho y esa nueva condición, acabamos privando del contenido sustancial del derecho a la persona que no la porte sin que se note tanto el atropello. En un libro impresionante llamado “Los juristas del horror”, Ingo Müller hace un estudio detallado de las sofisticadas técnicas legislativas que permitieron a destacadísimos juristas dar por buenas leyes moralmente inaceptables en un momento de culto al positivismo jurídico en Alemania. Afortunadamente, estamos aún lejos de ese horror, pero conscientes, como señala José Antonio Marina, de que los “derechos humanos están siempre en el alero”, debemos poner todo el empeño en evitar cualquier marcha atrás en algo que constituye “una auténtica piedra miliar en el avance de la civilización” (Juan Pablo II). Por eso, nos felicitamos del paulatino proceso de “reconocimiento” de derechos humanos de primera, segunda, tercera y sucesivas generaciones. En ese sentido, el derecho a la asistencia sanitaria ya aparece explícitamente recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Está vinculado al derecho a la vida (art. 3 DUDH) y a la dignidad de la persona en cuanto titular de los derechos sociales y económicos (art. 22 DUDH). Su ejercicio articula mediante la “efectividad” del derecho a recibir la asistencia sanitaria necesaria (Art. 25 DUDH).
No es mi propósito detallar la pésima técnica legislativa utilizada –copiada con celo de la seguida en muchas ocasiones por el Gobierno anterior-. Baste señalar que se utiliza la socorrida forma del Real-Decreto-ley (que aprueba el Gobierno en un primer momento sin necesidad de contar con el Parlamento). Es un mecanismo excepcional cuando concurren razones de extraordinaria y urgente necesidad que, ex art. 86 de la Constitución, no podrá afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, ni a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución (De los de derechos y deberes fundamentales), ni al régimen de las Comunidades Autónomas. Ya dentro de la norma aprobada, la cuestión que motiva estas líneas no aparece en el cuerpo normativo de su articulado, sino incidentalmente escondida en una disposición final de un texto de 35 páginas. A pesar de que toca en la línea de flotación de un derecho humano no se hace ninguna referencia explícita en la exposición de motivos que marca las razones y principios que orientan la ley. Y, finalmente, desde el punto de vista de la jerarquía normativa, Un Real Decreto-ley modifica, el contenido esencial de un derecho recogido en una ley del máximo rango normativo como es la de extranjería (Ley Orgánica, que necesita la mayoría absoluta del Congreso sobre la totalidad del texto para su aprobación, modificación y derogación) acudiendo a una socorrida y recurrente fórmula que tampoco pasará a la historia de la literatura: “Art. 12. Derecho a la asistencia sanitaria. Los extranjeros tienen derecho a la asistencia sanitaria en los términos previstos en la legislación vigente en materia sanitaria”. Bajo el amparo de “mejorar” el sistema nacional de salud, cuestión que obviamente no precisa de Ley Orgánica, se cargan un derecho fundamental. Puro fraude de etiquetas.
Por último, cuestiona (con razón) los abusos producidos por el llamado “turismo sanitario”. Sin embargo, provoca en la opinión pública una confusión similar a la que el Gobierno anterior suscitó cuando quiso sancionar la hospitalidad al forastero confundiéndolas con el tráfico de personas. Ahora, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, al amparo del abuso realizado sobre el sistema sanitario español, efectuado generalmente por personas de un perfil económico alto y pertenecientes a países de la Unión Europea, se legisla de tapadillo y se niega el acceso a la atención primaria y especializada a personas que provienen en muchos casos de continentes bastante más precarizados que el nuestro. En su momento, el Gobierno socialista rectificó el equívoco. Mantengo la esperanza de que el Gobierno actual corrija este yerro tan grosero.
Por cierto, que las mujeres antes, durante y después del parto sigan siendo atendidas, o los menores de 18 años estén excluidos de la aplicación de Real Decreto-ley, no constituye un acto de generosidad del legislador. Por su especial vulnerabilidad, en el ámbito de los derechos humanos estas personas cuentan con un régimen reforzado de especial protección que impide cualquier tipo de restricción: gozan de un estatuto transnacional (esperemos que sea por muchos años). En puridad, son los únicos ciudadanos del mundo. El legislador se ha limitado a transcribir lo que está explícitamente imperado por los Convenios internacionales. Por otra parte, que se siga atendiendo a los gravemente enfermos o a los accidentados no constituye acto de benevolencia alguna. Su contrario, la “denegación de asistencia sanitaria” en España está castigado por el Código penal en el art. 196 como un delito de omisión del deber de socorro y sancionado con penas privativas de libertad y de inhabilitación para los profesionales sanitarios.
LA EFICIENCIA DEBE COLGARSE DE LA PERCHA DE LA ÉTICA
Nadie sensato negará los largos párrafos que dedica la norma a la necesidad de “reforzar la sostenibilidad, mejorar la eficacia en la gestión, promover el ahorro y las economías de escala, introducir nuevas herramientas, coordinar los servicios sanitarios y los sociales y garantizar una cartera básica de servicios en todo el territorio nacional”. La formulación es impecable y algunas de las medidas que se formulan en El Real Decreto-ley son correctas e incluso aplaudibles. Sin embargo, otras constituyen una perversión ética, una violación flagrante de los derechos humanos y una marcha atrás democrática inasumible. Afectan a extranjeros y… también a los españoles. Es imposible dar cuenta en unas pocas líneas de tantísimas páginas de desarrollo legal. Me centraré en uno de los aspectos más fuertemente cuestionables y que hace referencia a la privación de asistencia sanitaria primaria y especializada a las personas inmigrantes sin papeles (aunque no son los únicos afectados por la restricción de derechos).
El problema de fondo es que absolutizar la racionalidad economicista acaba por hacernos olvidar otras lógicas. Pasó con la crisis económico-financiera y no hemos aprendido la lección. La ética debe orientar con sus valores la acción política (el arte de tomar decisiones buscando el bien común, distinto del interés general estadístico, y la justicia social); ésta debe dirigir la economía (“política económica” se decía), que no es otra cosa que el arte de gestionar y distribuir recursos escasos en función de “prioridades dadas”. ¿Quién sienta las prioridades? Obviamente la política, iluminada a su vez por la ética. Sin embargo, con la crisis vimos que la crematística (“arte” de multiplicar los beneficios) dio un patadón a la economía que acabó fagocitando a la política y mandando al cuarto oscuro a la ética y sus valores. Lo peor es que, ahora, la economía ha quedado reducida a mera contabilidad, a econometría, a fórmulas matemáticas que sólo buscan cuadrar un resultado a costa de lo que sea, sin valores ni prioridades dadas y sin darse cuenta de que, al final, con esa ceguera, no sólo se provoca un sufrimiento inconmensurable a muchas personas sino que también se acaba siendo ineficaz e ineficiente.
Esto último lo veremos enseguida, cuando vuelvan a reaparecer gérmenes patógenos que no entienden de leyes de extranjería y que sólo son tenidos a raya por políticas sanitarias de corte preventivo incompatibles con lo ahora aprobado. Pero no quiero argumentar desde posiciones utilitaristas y consecuencialistas, sino desde el respeto a los principios. En ese sentido, el derecho a la protección de la salud y a la asistencia sanitaria constituye un derecho moral y jurídico inviolable, recogido en el art. 43 de la Constitución, así como en el art. 1 de la Ley General de Sanidad que reconoce la titularidad a los españoles y a los ciudadanos “residentes en España”, entendiendo por tales los domiciliados en territorio nacional sin discriminar su situación administrativa. En último término todo bebe de que, por principio, el ser humano es un fin en sí mismo, que dotado de razón y conciencia, tiene el deber de comportarse fraternalmente con el otro (art. 1 DUDH dixit).
Uno se pregunta cómo se va a compatibilizar el Código deontológico médico y sus principios éticos con la omisión de asistencia, diagnóstico y tratamiento de patologías que, en todo caso, hacen sufrir a los seres humanos y que, inicialmente, no siendo graves, pueden constituirse en letales. Esta insensibilidad hacia el dolor ajeno es una muestra más de una decadencia cultural, para cuya prevención no sirven retóricas exhortaciones morales que no contemplen al mismo tiempo el cuestionamiento directo de las leyes y marcos institucionales que las traducen. “Quedarse en el plano de los principios es sencillamente mentir”, decía con acierto Bonhoeffer.
LA RESPONSABILIDAD DE PROTEGER…
“Todos somos responsables de todos” (CV 38). Esto justifica el deber de proteger (CV 67) cuyo contenido, aplicado inicialmente al Derecho Internacional, va siendo extendido paulatinamente a cualquier situación de vulnerabilidad provocada institucionalmente. En ese sentido, últimamente la DSI se va apuntando a la tesis, iniciada en los años 90, del “derecho a la seguridad humana”: una concepción amplia de la seguridad que incorpora las inseguridades que experimentan las personas en su vida cotidiana y que tienen que ver no sólo con la ausencia de violencia o de temores, sino también con la falta de satisfacción de sus necesidades. En efecto, se trataría de garantizar el “freedom from need” inaugurando una época más cosmopolita donde el Estado, sus leyes restrictivas y sus fronteras pierdan protagonismo en favor de las personas por el hecho de ser tales. Aplicado al tema que nos ocupa, “la superación de las fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural” (CV 42). Por eso, se nos urge a que “no haya barreras de confines” (CV 34). El derecho a la protección a la salud es un derecho humano y no puede convertirse en un muro insalvable para las personas extranjeras en situación irregular. El Estado puede y debe gestionarlo de manera eficiente, pero no tiene capacidad para denegarlo selectivamente. Pertenece al fundamento pre-político del Estado no susceptible de ser administrado. “El primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad” (CV 26). Lo contrario, como pretende el Real Decreto-ley comentado, sería como si el capitán de un barco en peligro estableciese criterios selectivos de pase a los botes salvavidas basados en la nacionalidad de la naviera. Los más vulnerables siempre han sido los primeros en ser rescatados sin más discriminación que el criterio de su propia precariedad. Por su parte, el capitán era el que asumía el coste mayor y, con él, la oficialidad: eran los últimos en abandonar el barco. Aunque, a decir verdad, esta crisis que venimos padeciendo y sus secuelas (entre otras, la reforma laboral) parecieran consagrar el modelo de gestión de crisis del capitán del buque italiano Costa Concordia que escapó el primero…
Este ataque a los derechos de las personas inmigrantes reclama de cualquier bien nacido constituirse en guardián del hermano vulnerable. Ya lo hacen los más abnegados de los nuestros practicando la ética de la hospitalidad, la acogida, el cuidado y la justicia… Seguro que estos cambios legales no les van a arredrar en el ministerio dignificante del acompañamiento, la convivencia y el encuentro con personas sin papeles (pero personas) de diferentes procedencias, ya por otras muchas circunstancias extremadamente vulnerables. Sin duda, las migraciones constituyen hoy una bandera discutida y la prueba del algodón de la sinceridad de las apelaciones cristianas a un Dios Padre de todos, generador de una fraternidad universal. Si, de verdad, “mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar”, ello “requiere un compromiso práctico aquí y ahora” (DCE 15) que se despliega en múltiples dimensiones (cuestionamiento de los CIE, falta de garantías en los procedimientos, detenciones policiales irregulares…). No es baladí afirmar hoy que “todo emigrante… posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación” (CV 65).
Porque la Iglesia quiere ser el “hogar común de todos”, no se piden papeles a nadie. En ella y en la sociedad, los inmigrantes “tienen derecho a ser lo que son y especialmente a serlo “entre nosotros”. Ojalá que en la Iglesia, que tiene a los más abnegados de los nuestros en la primera línea de la solidaridad, no se nos olvide que tenemos divina vocación de guardianes de nuestros hermanos, que tenemos el deber de proteger y que, unidos a todos los hombres y mujeres que hambrean justicia, crecemos moralmente cuando nos empeñamos en defender apasionadamente los derechos ajenos incluso a costa de jugarnos los propios.
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