Lo que caracteriza a estos tiempos posmodernos en que vivimos, según Lyotard, es la falta de respuesta a la cuestión del sentido de la existencia. Mientras tanto, estamos en la zona nebulosa de la tercera margen del río.
La modernidad agoniza, socavada por ese agujero abierto en el centro del corazón por la cultura de la abundancia. Nunca la felicidad fue tan insistentemente ofrecida. Está al alcance de la mano, en el mostrador de la tienda de la esquina, publicitada en todo tipo de mercancía.
Mientras tanto, el alma se desgarra, bien por la frustración de no disponer de medios para alcanzarla, bien por procurarse los productos del fascinante mundo del consumismo y descubrir que, incluso así, el espíritu no se sacia…
La publicidad repite incesantemente que todos tenemos la obligación de ser felices, de vencer, de destacar sobre el común de los mortales. Sobre ellos recae el sentimiento de culpa por su fracaso. Pero les queda una esperanza, pregonan quienes trastocan el mensaje evangélico de la Tierra hacia el Cielo: el carácter milagroso de la fe. Jesús es la solución de todos los problemas. Es inútil buscarla en los sindicatos, en los partidos, en la movilización de la sociedad.
Vivimos en un universo fragmentado por múltiples voces, ante un horizonte desprovisto de absolutos, con nuestra propia imagen mil veces distorsionada en el juego de espejos. Absorbida por el vacío posmoderno, la religión tiende a reducirse a la esfera de lo privado, olvida su función social, se ampara en lo mágico, se desencanta en la autoayuda inmediata.
En este mundo secularizado la religión pierde espacio público, debido a la racionalidad tecnocientífica, al pluralismo de cosmovisiones, a la racionalidad económica. Sobre todo deja de ser la única proveedora de sentido. Su lugar es ocupado por el oráculo poderoso de los medios, los dogmas incuestionables del mercado, el amplio abanico de propuestas esotéricas.
La crisis de la modernidad favorece una espiritualidad adaptada a las necesidades sicosociales de evasión, de la falta de sentido, de fuga de la realidad conflictiva. Espiritualidad impregnada de orientalismo, de tradiciones religiosas egocéntricas, o sea centradas en el yo, y no en el otro, capaces de librar al individuo de la conflictividad y de la responsabilidad sociales.
Ahora se manipula lo sagrado, sometiéndolo a los caprichos humanos. Lo sobrenatural se doblega ante las necesidades naturales. La solución de los problemas de la Tierra está en el Cielo. De ahí vendrán la prosperidad, la sanación, el alivio. Las dificultades personales y sociales deben ser enfrentadas, no por medio de la política sino por la autoayuda, la meditación, la práctica de ritos, las técnicas sicoespirituales.
De ese modo se reducen la dimensión social del Evangelio y la opción por los pobres. Lo sagrado pasa a ser herramienta de poder, para control de corazones y mentes, y también del espacio político. El Bien se identifica con mi creencia religiosa. Bin Laden exige que el Occidente se convierta a su fe, no al bien, a la justicia, al amor.
Esa tal religión, más orientada a su dilatación patrimonial que al mejoramiento del proceso civilizatorio, evita criticar al poder político para, de ese modo, obtener beneficios de él: concesiones de radio y televisión, etc. Adapta su mensaje a cada grupo social al que se pretende llegar.
Su ideología consiste en negar toda ideología. Así, ella sacraliza y fortalece el sistema cuyo valor supremo, el capital, se sobrepone a los derechos humanos. Como observaba Comblin, las fuerzas que hoy dominan son infinitamente superiores a las de las dictaduras militares.
A los pobres, excluidos de este mundo, les queda confiar en las promesas de que serán incluidos, cubiertos de bendiciones, en el otro mundo que se abrirá con la muerte. Frente a esa ‘teología’ queda la impresión de que la encarnación de Dios en Jesús fue un equívoco. Y que el mismo Dios se mostrara incapaz de evitar que su Creación sea dominada por las fuerzas del mal.
Por suerte, en las Comunidades Eclesiales de Base, en las pastorales sociales, en los grupos de lectura popular de la Biblia, se fortalece la espiritualidad de la inserción evangélica. La que nos con duce a ser fermento en la masa y a creer en la palabra de Jesús, de que él vino “para que todos tengan vida y vida en abundancia” (Juan 10,10).
Hemos sido creados para ser felices en este mundo. Si hay dolor e injusticia no son castigos divinos sino que el resultado del obrar del ser humano, y que por él deben ser erradicados. Como dice Guimarães Rosa: “Lo que Dios quiere ver es a la gente aprendiendo a ser capaz de mantenerse alegre y amar, en medio de la tristeza. Todo camino de este mundo es resbaladizo. Pero el caer no perjudica a los demás. La gente se levanta, la gente sube, la gente vuelve”.
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