Si consideramos que el ser humano surgió hace unos 200 mil años, la ciudad es un invento relativamente reciente. Durante milenios nuestros ancestros vivieron como nómadas recolectores y poco a poco las técnicas de producción de alimentos los fueron estableciendo como agricultores y ganaderos. Durante ese largo período había -como todavía hoy se da en las comunidades indígenas tribalizadas- una relación directa, incluso religiosa, entre el ser humano y la naturaleza. Nuestros antepasados se alimentaban sin alterar los ecosistemas, las biomasas, la biodiversidad.
Esa relación se alteró con la llegada de las ciudades. Y uno de los relatos más significativos de cómo sucedió lo es el episodio bíblico de la torre de Babel (Génesis 11, 1-9), joya literaria en menos de diez versículos.
Babel es un semantema de Babilonia. Deriva de la raíz hebrea ‘bil’, que significa confundir. Narra el texto bíblico que Yavé, al observar Babel, se convenció de que los humanos se encerraban en sus propios y ambiciosos proyectos, dejando de acoger los designios divinos. «Eso es el comienzo de sus iniciativas”, dijo el Señor. «Ahora ningún proyecto será irrealizable para ellos”.
Según el autor bíblico, después del diluvio «todos se servían de la misma lengua y de las mismas palabras”. No había diversidad de enfoques y de opiniones. El punto de vista de uno -el cacique, o el jefe del clan, en fin un poderoso- era el punto de vista de todos. Y la actividad agropastoril igualaba a las personas.
La invención del ladrillo y de la argamasa provocó un movimiento migratorio del campo a la ciudad. Los humanos decidieron «construir una ciudad”: Babel.
El versículo 4 da cuenta de las propuestas de construcción de la ciudad y de la torre y destaca el motivo principal de tal disposición: «Para hacernos famosos y no nos dispersemos por la faz de la tierra”. No se trataba de obtener felicidad, bienestar, bendiciones divinas. Importaba la fama, poseer un nombre superior a los demás y permanecer segregado, seguro.
La revolución tecnológica representada por el ladrillo (no superada hasta hoy) imprime a los humanos la conciencia de que no están ya condicionados por la naturaleza. Se invierte la relación. Ahora es el ser humano quien condiciona a la naturaleza. La transforma en artefacto.
Desprendido del ciclo de la naturaleza, el ser humano ya no funda su identidad en los vínculos comunitarios de la sociedad agraria. Su conciencia se personaliza, se convierte en señor de su propio destino, libre de los cambios ecológicos que antes creaban en él la sensación de fatalidad y de temporalidad cíclica.
Tales avances llenaron a los humanos de orgullo. No satisfechos con «construir la ciudad”, decidieron abrir «la puerta de dios”, o sea levantar «una torre cuya cima penetre en los cielos”. Aquí el relato expresa dos ambiciones: la de edificar una montaña artificial (la torre), lugar reservado a la divinidad, y la de «penetrar en los cielos”, o sea romper el límite entre lo humano y lo divino, lo profano y lo sagrado, la tierra y el cielo. Ya no es la divinidad la que desciende a la tierra, es el ser humano el que invade el cielo, gracias a la obra de sus manos.
Antes de que la soberbia humana se hinchase aún más, Yavé confundió el lenguaje de los habitantes de Babel y los dispersó. «Ellos dejaron de construir la ciudad”. Pero Babel no fue una maldición. Fue una dádiva. Delimitó la ambición humana y reveló ser obra de Dios la diversidad de puntos de vista y de opiniones, contraria a la identificación entre autoridad y verdad.
Toda esa sabiduría explica la arrogancia proveniente, aún hoy, de los avances científicos y tecnológicos. Queremos ser dioses. Nuestra búsqueda de endiosamiento e inmortalidad se refleja en la babel o confusión reinante en nuestras ciudades. No pensamos con sentido comunitario o colectivo, pensamos en lo individual y en lo lucrativo.
De ese modo nos jactamos de que el Brasil vendió, en el 2010, más de tres millones de vehículos automóviles, aunque eso agrave la congestión metropolitana, la polución, los accidentes, por la imposibilidad de controlar tantos vehículos y de abrir tantos espacios urbanos para que se muevan y estacionen. No se invierte lo suficiente en transportes colectivos, ni se planifica el espacio urbano, objeto de especulación inmobiliaria y vulnerable a los fenómenos climáticos originados por los desequilibrios ambientales, lo que causa inundaciones, desplomes de viviendas y sequías prolongadas.
Hoy día gana cada vez más espacio la propuesta de vivir bien de los pueblos indígenas andinos, conocida como sumak kawsay. Sumak significa plenitud, y kawsay vivir. No se trata de vivir mejor o vivir rodeado de confort. Se trata de vivir en plenitud.
Plenitud implica hacer de la felicidad un proyecto comunitario, colectivo. Es saber construir relaciones de solidaridad, no de competencia; de armonía, no de hostilidad; y establecer con la naturaleza vínculos de cuidosa colaboración.
Para la sociedad capitalista la naturaleza es objeto de propiedad y tenemos el derecho de explotarla e incluso destruirla en función de nuestras ambiciones. El capitalismo se orienta por el paradigma riqueza-pobreza, mientras que el sumak kawsay rompe ese dualismo para introducir el de sociabilidad y sustentabilidad, bases fundamentales de un proyecto civilizatorio. De otro modo caminaremos en dirección a la barbarie
[Traducción de J.L.Burguet]
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