La COP 16 terminó en la madrugada del 11 diciembre en Cancún con desacertadas conclusiones, extraídas casi con fórceps. Son conocidas y por eso no vamos a referirlas aquí. Debido al clima general de decepción, han sido hasta más de lo que se esperaba, pero menos de lo que deberían, dada la gravedad de la creciente degradación del sistema-Tierra.
Predominó el espíritu de Copenhague de afrontar el problema del calentamiento global con medidas estructuradas alrededor de la economía. Y esta es la gran equivocación, pues el sistema económico que generó la crisis no puede ser el mismo que nos saque de ella. Usando una expresión que ya hemos utilizado en otras ocasiones: intentando limar los dientes al lobo, se cree quitarle la ferocidad, en la ilusión de que ésta reside en los dientes y no en la naturaleza del propio lobo.
La lógica de la economía dominante, que tiene como objetivo el crecimiento y el aumento del PIB, implica la dominación de la naturaleza, la desconsideración de la equidad social (de ahí la creciente concentración de riqueza y la rápida apropiación de bienes comunes) y la falta de solidaridad con las generaciones futuras. Y quieren hacernos creer que esta dinámica nos va a sacar de las muchas crisis, sobre todo de la del calentamiento global.
Pero es necesario insistir: hemos llegado a un punto en que se exige repensar y reorientar por completo nuestro modo de estar en el mundo. No basta solo un cambio de voluntad, necesitamos sobre todo transformar la imaginación. La imaginación es la capacidad de proyectar otros modos de ser, de actuar, de producir, de consumir, de relacionarnos unos con otros y con la Tierra.
La Carta de la Tierra fue al corazón del problema y de su posible solución al afirmar: «Como nunca antes en la historia, el destino común nos convoca a buscar un nuevo comienzo, lo cual requiere un cambio en las mentes y en los corazones, un nuevo sentido de interdependencia global y de responsabilidad universal. Debemos desarrollar y aplicar con imaginación la visión de un modo de vida sostenible, a nivel local, nacional, regional y global».
Este propósito no se hizo presente en ninguna de las 16 COPs. Predomina en ellas la convicción de que la crisis de la Tierra es coyuntural y no estructural y que puede ser afrontada con el arsenal de medios de que dispone el sistema, con acuerdos entre jefes de Estado y empresarios, cuando toda la comunidad mundial debería implicarse.
La referencia de base no es la Tierra como un todo, sino los estados-naciones, cada cual con sus intereses particulares, regidos por la lógica del individualismo y no por la de la cooperación y la interconexión de todos con todos, exigida por el carácter global del problema. En la conciencia colectiva todavía no se ha afirmado el hecho de que el Planeta es pequeño, tiene recursos limitados, se encuentra superpoblado, contaminado, empobrecido y enfermo.
No se habla de la deuda ecológica. No se toma en serio la crisis ecológica generalizada que es más que el calentamiento global. No son suficientes la adaptación y la mitigación sin dar centralidad a la grave injusticia social mundial, a los masivos flujos migratorios que ya han alcanzado la cifra de 60 millones de personas, a la destrucción de economías frágiles con el aumento en muchos millones de pobres y hambrientos, a la violación del derecho a la seguridad alimentaria y a la salud. Falta articular la justicia social con la justicia ecológica.
Lo que se impone, en verdad, es una nueva mirada sobre la Tierra. No puede seguir siendo un baúl sin fondo de recursos a ser explotados para beneficio exclusivamente humano, sin considerar a los otros seres vivos que también necesitan de la biosfera. La Tierra es Madre y Gaia –tesis sustentada sin ningún éxito por la delegación boliviana– y por eso sujeto de derechos y merecedora de respeto y de veneración. La crisis no reside en la geofísica de la Tierra, sino en nuestra relación de agresión hacia ella. Nos hemos vuelto una fuerza geofísica altamente destructiva, inaugurando, como ya se dice, el antropoceno, una nueva era geológica marcada por la intensiva intervención descuidada e irresponsable del ser humano.
Si la humanidad no se encuentra en torno a algunos valores mínimos como la sostenibilidad, el cuidado, la responsabilidad colectiva, la cooperación y la compasión, podríamos acercarnos a un abismo abierto delante de nosotros.
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