Achegamos este artigo do teólogo barsileito Frei Betto que leva por título: «Pablo, el Apóstol».
Pablo de Tarso, que da nombre a la más rica y poblada ciudad del Brasil, fue sin duda un hombre singular. Uno de los primeros discípulos de Jesús, es acerca de él de quien tenemos más información, gracias a las cartas que escribió, de las que conocemos 13, y al relato del evangelista Lucas, con quien hizo viajes misioneros, titulado Hechos de los Apóstoles, documentos que integran el Nuevo Testamento y que son considerados por la Iglesia fuentes de revelación de Dios.
Pablo, o Saulo, nacido probablemente en el año 1 de nuestra era y fallecido en el 64, a los 63 años de edad, en Roma, hablaba de sí mismo sin el menor pudor y se gloría de su cultura (2 Corintios 11,6) y de su título de «ciudadano romano» (Hechos 16,37), heredado de su padre. Lo que comprueba que cierta dosis de narcisismo o vanidad no es perjudicial para la santidad… O mejor, demuestra que los santos son tan humanos como cualquiera de nosotros, imperfectos y pecadores. La diferencia es que, en todo, buscan realizar la voluntad de Dios.
Observe el lector cómo se presenta Pablo: «Soy judío de Tarso de Cilicia, ciudadano de una ciudad famosa» (Hechos 21,39), circuncidado al octavo día, de la raza de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos según la Ley (de Moisés), fariseo… Considerado irreprensible por la justicia de la Ley» (Filipenses 3,5-6).
Como casi todos los judíos insertos en la cultura griega, él añadió a su nombre judío, Saulo, otro griego, fonéticamente semejante, Pablo.
Sus padres habían emigrado desde Palestina a Tarso. Judíos piadosos, se resistieron a la idea de matricular al hijo en escuelas griegas. Cuando cumplió los 14 años Pablo fue enviado a Jerusalén, donde vivía su hermana casada y estudió en la más renombrada escuela rabínica de la época: «a los pies de Gamaliel» (Hechos 22,3). Sus textos demuestran que tenía una sólida formación teológica. Y era un escritor eximio. Su «Himno al Amor» (1 Corintios 13, 1-13) es uno de los más hermosos poemas de la literatura universal.
Aunque yo hablase / la lengua de los hombres y de los ángeles, / pero no tuviese amor, / sería como bronce que suena / o campana que retiñe…
La conversión
Pablo se encontraba entre los que apedreaban al joven levita Esteban, condenado por «blasfemia» por haberse hecho cristiano. Las ropas de los ejecutores fueron depositadas «a los pies de un joven llamado Saulo» (Hechos 7,58). El mismo Saulo se arrepiente más tarde: «Señor, cuando era derramada la sangre de tu testigo Esteban yo estaba presente (…) y custodiaba las ropas de quienes lo mataron» (Hechos 22,20).
Saulo se volvió un acérrimo enemigo de los cristianos: «Perseguí a muerte esta doctrina, acosando y encarcelando a hombres y mujeres» (Hechos 22,4). Su irá recaía especialmente sobre los cristianos «ecuménicos», que se exiliaron en Damasco. Los judeocristianos de Jerusalén, más apegados a la ley mosaica, no fueron molestados por él.
Él mismo narró lo que le sucedió a los 28 años. «Fui con el objetivo de apresarlos (a los cristianos) y traerlos prisioneros a Jerusalén, donde serían castigados. Pero, yendo de camino y aproximándome a Damasco, hacia el mediodía, de repente me rodeó una luz intensa del cielo. Caí por tierra y oí una voz que me decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Respondí: «¿Quién eres, Señor?» Y él me dijo: «Soy Jesús Nazareno, al que persigues» (Hechos 22,5-10).
Pablo dice que cayó. No se sabe si del caballo, del carro o sencillamente que se cayó al caminar… El hecho es que el martirio de Esteban le había causado un fuerte impacto.
Quizás el neocristiano hubiera preferido, al abrazar el seguimiento de Jesús, incorporarse a la comunidad de Jerusalén. Pero fue en Damasco, predicando en las sinagogas, donde despertó su vocación apostólica. Poco después se retiró al desierto, quizás para prepararse, espiritual y teológicamente, en alguna comunidad judeocristiana «ecuménica». ¡Permaneció allí trece años! No se sabe nada de ese período de su vida.
La misión
A los 41 años Pablo se dirigió a Jerusalén para «visitar» al jefe de la naciente iglesia, Pedro (Gálatas 1,18). De allí regresó a su ciudad natal, Tarso, de donde tuvo que huir, repudiado por los judíos. Se dirigió a Antioquía, donde había una floreciente comunidad cristiana. De Jerusalén le enviaron un ayudante: Bernabé.
Pablo y Bernabé iniciaron sus viajes misioneros en el año 45, por Chipre, donde el segundo había nacido. Recorrieron los 150 kms de extensión de la isla, de Salamina a Pafos, sembrando la fe cristiana. Entre los judíos no tuvieron éxito, pero fue recompensado por una importante conquista entre los paganos: la conversión, en Pafos, del procónsul Sergio Paulo.
Pablo dedicó más de 14 años a viajes misioneros. Recorrió casi 15 mil kms y enfrentó todo tipo de dificultades: fue azotado, apedreado, apresado, asaltado; naufragó, se vio traicionado, pasó hambre, frío y noches sin dormir (2 Corintios 11,24-27), expuesto «al peligro en todo momento» (1 Corintios 15,30). Valiente, nunca guardó resentimiento.
Una característica de Pablo era su capacidad de inculturación. A los judíos les predica en las sinagogas. En Listra, a falta de sinagoga, se dirigió a las puertas de Júpiter, donde los paganos creyeron ver a Mercurio, el dios de la elocuencia, en forma humana… (Hechos 14,11).
No siempre resulta fácil hacer coincidir el cambio de nuestro modo de pensar con nuestro modo de actuar. Fue lo que les pasó a los judeocristianos de Jerusalén y a Pedro. Ellos creían que un pagano convertido al cristianismo debería, en primer lugar, aceptar ciertos rituales judíos, como la circuncisión y las prácticas de pureza. Pero Pablo disentía de tal recomendación. Para él un pagano podía abrazar la fe en Cristo sin la menor observancia de la ley mosaica. Ante tal incertidumbre, en el año 51 participó, en Jerusalén, en el primer concilio de la historia de la Iglesia.
Por la Carta a los Gálatas sabemos cuál fue la actitud de Pablo en dicho concilio. Acusó a los partidarios de la circuncisión de «falsos hermanos» y de «intrusos que se infiltran para espiar la libertad que tenemos en Jesucristo a fin de esclavizarnos» (Gálatas 2,4). Lucas nos hace saber que «la discusión fue larga» (Hechos 15,7) y que al final llegaron a un acuerdo, con ciertas concesiones a los más tradicionalistas.
Sin embargo poco después, en Antioquía, ocurre un incidente entre él y Pedro. He aquí lo que Pablo escribió en la Carta a los Gálatas (2,11-14): «Cuando Pedro fue a Antioquía yo le enfrenté en público porque él estaba ciertamente equivocado. De hecho, antes de que llegaran algunas personas del grupo de Santiago [obispo de Jerusalén], él comía con los paganos; pero, después que llegaron, Pedro comenzó a evitar a los paganos y ya no se mezclaba con ellos, pues tenía miedo a los circuncidados. Los demás judíos también comenzaron a fingir y hasta Bernabé se dejó llevar por la hipocresía. Cuando vi que ellos no estaba actuando rectamente, conforme a la verdad del Evangelio, le dije a Pedro, delante de todos: «Tú eres judío, pero estás viviendo como los paganos y no como los judíos. ¿Entonces cómo puedes obligar a los paganos a vivir como judíos?»
Pablo no estaba en contra de que los judeocristianos observaran la ley mosaica. Tomaba esa situación con tolerancia. La cuestión se complicó cuando notó que Pedro cambió su modo de actuar y pasó a admitir que la salvación no vendría sólo como don gratuito de Cristo, sino también por el cumplimiento de la ley de Moisés. Al retomar sus antiguas costumbres judías, Pedro hizo que los paganocristianos se sintieran inferiores a los judeocristianos, como si fueran fieles de segunda clase.
El ejemplo
Pablo se ufanaba de no ser una carga para las comunidades que le acogían. Se mantenía con su oficio de fabricante de tiendas y de objetos de cuero (Hechos 18,3). En ese sentido, abdicaba de su origen elitista y se igualaba a siervos y esclavos, únicos que, en aquella cultura helenizante, hacían trabajos manuales. De tal modo sembraba el mensaje de Cristo en la base social del Imperio Romano.
Pablo era un pedagogo. No se enclaustraba en un templo esperando que los fieles vinieran a su encuentro. Al llegar a Atenas, donde la comunidad judía era pequeña, se dirigió al ágora, donde se reunía el pueblo para debatir temas diversos. Fue tratado de «charlatán» (Hechos 17,18) que anunciaba un par de nuevas divinidades: Jesús y Anástasis. Porque predicaba la Resurrección, en griego ‘anástasis’.
Le sugirieron ir al Areópago, la colina de Marte, donde se reunían los interesados en filosofía. Pablo ejercitó allí toda su pedagogía evangelizadora: valoró a sus oyentes como «extremadamente religiosos» (Hechos 17,22) y al encontrarse con un altar dedicado «al Dios desconocido», supo sacar provecho: «Aquel que veneran sin conocerle, a ése les anuncio» (Hechos 17,23). Y, parafraseando a Arato, poeta conocido por los griegos, concluyó que Dios «no está lejos de cada uno de nosotros; es en él en quien vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17,27-28).
Para tiempos de fundamentalismos religiosos, Pablo nos dejó un legado importante por su testimonio de quien pasó de perseguidor a perseguido; de miembro de la élite a predicador itinerante viviendo en comunidades populares; de fariseo intolerante a cristiano dotado de espíritu ecuménico; de legalista a misericordioso.
Pablo supo ser griego con los griegos y judío con los judíos; respetó a la jerarquía de la Iglesia sin dejar de criticar incluso al papa, Pedro; demostró que lo contrario del miedo no es el valor sino la fe.
Con toda justicia Pablo admitió en la 2ª Carta a Timoteo (4,7-8): «Combatí el buen combate, terminé mi carrera, mantuve la fe. Ahora sólo espero la corona de la justicia que el Señor, juez justo, me dará en aquel Día».
Místico, Pablo se atrevió a exclamar: «Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2,20).
[Traducción de J.L.Burguet]
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