La Iglesia del Cardenal Rouco Varela prefiere el derecho al amor fraterno. Muchos años hace que Enrique Castro abrió de par en par las puertas de su templo para que lo invadiera la pobreza marginal del mundo. Quería construir una iglesia viva y nunca petrificada. No se trata de ladrillos vistos, sino de templo vivo. Y acogió a todo el que se acercaba. Sin pedir nada, sin exigir nada. Y esa iglesia, nacida del evangelio, del amor y la esperanza, emprendió su camino.
Los traperos de Emaús, las madres, la coordinadora de barrio brotaron y ahí están, haciendo camino, haciendo amor, haciendo Cristo vivo. Pero su liturgia, argumenta el Cardenal Rouco, no es homologable, y en consecuencia la Iglesia debe ser cerrada y destinada a otros fines. El derecho canónico está por encima de la misericordia. Los pobres del mundo, los desheredados, no tienen derecho a serlo si no se atienen a unas normas establecidas. No es libre el amor, sino que hay que enrejarlo, maniatarlo. El amor andando a su aire por los caminos de la vida puede ser un arma no domesticada, capaz de interpelar, de poner en crisis, de soliviantar conciencias. Es mejor el opio debidamente administrado para mantener adormecidas las inquietudes.
Rouco, tan patriota él, tan amante de la unidad inquebrantable de España, tan preocupado por las conspiraciones, la educación, por la familia heterosexual, por la retribución dineraria, el laicismo, tan Partido Popular, tan Cañizares, no puede entender que alguien esté metido en el mundo de los pobres, sin exigir privilegios, ni dinero, ni prebendas. No entiende que para otros, a lo mejor para el Jesús vivo de la historia, sean más importantes los arruinados por la droga, la prostitución, la marginalidad. Los pobres no son homologables.
Los pobres no se rigen por el derecho canónico. Viven al aire libre del amor, del abandono, del desprecio. Es evidente que nadie añora su compañía, su projimidad. Los pobres deben ser pobres porque es ley natural. Ya tendrán cielo en otra vida. Pero en ésta son un estorbo, manchan las púrpuras, los tafetanes, pueden robar la plata de los báculos. Los pobres no prestigian. Un príncipe de la Iglesia no puede rebajarse a la compañía proscrita de la pobreza real. No son homologables. No hay que suprimir la pobreza. Hay que suprimir la evidencia que es el pobre en sí mismo. Hay que cerrar las puertas a la miseria para abrirlas a la caridad. La teología de la liberación es herética porque realmente no se desea la transformación del mundo. Mejor las cruzadas, la exclusión, la hipocresía.
“Desprecio la caridad por la injusticia que encierra”, decía el viejo indio Atahualpa. Pero uno se pregunta: si suprimimos el ágape cristiano, ¿qué queda? A lo mejor nos queda un Rouco Varela putrefacto y sepultado en su ataúd de Derecho Canónico.
Los pobres, sólo los pobres, pueden hacer de la Iglesia un espacio libre, abierto a la esperanza y a la madrugada del amor.