Apoio incondicional á Comunidade parroquial de San Carlos Borromeo

Dende o Comité Oscar Romero de Solidariedade con América Latina queremos manifestar o noso apoio incondicional á comunidade parroquial de San Carlos Borromeo e suscribir punto por punto a declaración que segue a continuación.

Comité Oscar Romero de Vigo

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Desde el Comité Oscar Romero de Solidaridad con América Latina queremos 
manifestar nuestro apoyo incondicional a la comunidad parroquial de San 
Carlos Borromeo y suscribir punto por punto la declaración que sigue a 
continuación.
 
Comité Oscar Romero de Vigo
 
 
DECLARACIÓN DE LA PARROQUIA DE SAN CARLOS BORROMEO DE MADRID : “REUNIDOS 
EN NOMBRE DEL SEÑOR”
La decisión tomada por el Arzobispado de Madrid de cerrar nuestra 
parroquia nos hace pensar que la entreverada esperanza de que el Papa 
actual diese signos de apertura y confirmase el caminar renovador de una 
iglesia posconciliar, se ha ido desvaneciendo. Ahí están las recientes 
alarmas teológicas de Roma contra Jon Sobrino y otras que se están 
produciendo en diversas partes de la Iglesia.
Nuestra parroquia, (conocida como parroquia de los marginados) presidida 
por los curas Javier Baeza, Enrique de Castro, y Pepe Díaz , y 
constituida por una pléyade de personas muy diversas, es testigo de cómo 
han entrado en ella y encontrado condiciones para llamarla su casa, casa 
que les ha permitido hacer amistad y comunidad con otros, buscar y 
reafirmar el sentido de la vida y compaginar sus afanes y luchas humanas 
con la fe en Jesús de Nazaret. Algo, pues, más que un lugar de rutina 
para cumplir preceptiva y ordenadamente unos rituales religiosos.
No nos imaginamos a Jesús de Nazaret, que dice estar allí donde se 
reúnan dos o más en su nombre, dispersando y alejando de su lado, a un 
grupo, a una persona cualquiera, que buscara oírlo, conocerlo, estar con 
él y seguirlo. Lo suyo era la cercanía, la mezcla con la gente, la 
instintiva preferencia por quienes veía más débiles, caídos, excluidos o 
necesitados: publicanos, pecadores, prostitutas, extranjeros, etc.
A Jesús no se le veía reunido en lugares distinguidos, especialmente 
preparados, donde se le recibiera con pompa y reverencia. Improvisaba 
cualquier lugar. Había quienes, provenientes de clase o función social 
relevante, se le acercaban taimados, dispuestos a examinarle y tenderle 
una trampa. Eran los Sumos Sacerdotes, los Senadores seglares de 
familias aristócratas, los Letrados ( saduceos y escribas).
Con ellos Jesús fue implacable en la denuncia de su orgullo e 
hipocresía, de su afán de figurar y dominar. Lo que menos les toleraba 
era sus abusos en nombre de la religión. Su sentencia de que “hay que 
destruir el templo” los exegetas la interpretan como que el templo, en 
cuanto tal, ya no es necesariamente el lugar del encuentro con Dios y 
menos cuando ese templo ha estado simbolizando a un Dios favorecedor de 
los privilegios de la casta sacerdotal y legitimador de impuestos y 
cargas para los campesinos: “Llega la hora en que los verdaderos 
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-23).
El pueblo por el contrario, desconocedor de la ley y menospreciado, lo 
escuchaba encantado, hacía correr su nombre de boca en boca.
Podemos comprobar con gozo que el documento del Vaticano II 
“Presbyterorum Ordinis”, dedicado a los sacerdotes, refleja este 
espíritu cuando escribe que los presbíteros “viven entre los demás 
hombres como entre hermanos”, “no deben alejarse del pueblo de Dios ni 
de ningún hombre”, “no deben sentirse extraños a su existencia y 
condiciones de vida”, “deben conocerlos de verdad”, y puedan así 
“hacerse como San Pablo todo para todos” ( PO, 3), “tratando, por lo 
tanto, a todos con eximia humanidad, a ejemplo de su Señor ” (PO, 6).
Las tareas de los presbíteros, según el Vaticano II, son claras: 1ª) 
Ejercer su ministerio al modo como lo ejerció Jesús, sacerdote del 
pueblo para el pueblo. 2ª) Predicar el Evangelio de Dios a todos, pero 
adaptado a las circunstancias concretas de la vida, según las diversas 
necesidades de los oyentes. 2ª Constituir y aumentar el pueblo de Dios. 
3ª) Educarlo en una fe sincera y libre: “De poco aprovecharán las 
ceremonias por bellas que sean, si no se ordenan a educar a los hombres 
para que consigan su madurez cristiana”. Tal educación debe ayudarles a 
discernir los acontecimientos y a cultivar una vida comunitaria. 4ª) 
“Considerar que los pobres y los débiles, con quienes el Señor se 
presentó especialmente asociado, y cuya evangelización se da como signo 
de la obra mesiánica, les están confiados de manera especial” (PO, 6).
No ententedemos que una “parroquia de marginados”, en consonancia con el 
Evangelio y el Vaticano II, se la pretenda configurar como una parroquia 
más o menos burguesa de nuestras ciudades, donde predomina 
frecuentemente la primacía estereotipada del cura y la regularidad 
estética del culto y no la participación directa y viva de la comunidad.
Si nos empeñamos en seguir al pie de la letra, y nada más que al pie de 
la letra, el diseño litúrgico del Misal romano con sus pormenorizadas 
rúbricas, damos como muerta toda vida y creatividad litúrgica. Más que 
en creadores nos convertimos entonces en recitadores mecánicos de 
fórmulas litúrgicas, que nos impiden llevar a la celebración eucarística 
la realidad viva de nuestro tiempo, de nuestra gente, de nuestra 
comunidad y de nuestras personas concretas.
¿Por qué una comunidad de hoy no puede crear sus oraciones propias como 
lo hacían las comunidades anteriores en sus respectivas circunstancias? 
¿Qué hace suponer que aquellas fórmulas –particulares de entonces- deben 
ser asumidas al pie de la letra y no puedan ser sustituidas por otras de 
hoy? Lo esencial -que es lo que hay que guardar- es permanente; pero lo 
accidental, cambia y es variable. Esta estéril y aburrida repetición de 
fórmulas y modelos del pasado es lo que ha llevado a calificar a buena 
parte de nuestra liturgia de momia sagrada.
No es difícil descubrir, tras la decisión de cerrar nuestra parroquia de 
San Carlos Borromeo , una peculiar concepción teológica:
- La autoridad eclesiástica se considera aparte y por encima de la 
comunidad y, por tanto, como autónoma y válida por sí misma.
- La persona es a natura corrupta e impotente para el bien.
- La persona y toda la realidad creada se desenvuelve bajo dos 
dimensiones: una profana y otra sagrada.
- La sanación, realización, santificación y gobierno de la persona no es 
posible sin la mediación de los ministros sagrados, depositarios y 
portadores de la verdad, de la santidad y del gobierno.
En el fondo, hay una desposesión de la santidad o bondad ontológica de 
la persona, de sus capacidades innatas para actuar con reflexión, 
libertad y responsabilidad y, lógicamente, una desconfianza radical en 
sí mismo y una dimisión de sí en otras instancias externas que le 
aseguran lo que por sí mismo no podría adquirir.
Este pensar sostiene en incolumidad el valor sagrado de la autoridad, la 
dependencia total de ella, y la justificación de toda suerte de 
arbitrariedad y despotismo. Naturalmente, nada de esto casa con lo que 
dice el concilio Vaticano II: “La personal dignidad y libertad del 
hombre no encuentran en ninguna ley humana mayor seguridad que la que 
encuentra en el Evangelio de Cristo , confiado a la Iglesia. Pues este 
Evangelio proclama y enuncia la libertad de los hijos de Dios, rechaza 
toda esclavitud, respeta como santa la dignidad de la conciencia y la 
libertad de sus decisiones, amonesta continuamente a revalorizar todos 
los talentos humanos en el servicio de Dios y de los hombres. Y, así, la 
iglesia proclama los derechos humanos y reconoce y estima en mucho el 
dinamismo de nuestro tiempo , con el que se promueve estos derechos por 
todas partes” (GS, 41) .
A la hora de discernir la validez y oportunidad de esta decisión 
eclesiástica, nos proponemos seguir fieles al Señor y a los hermanos, 
guiándonos por los siguiente principios:
1.- Volver a Cristo, norma fundante y fundamental de la Iglesia
El Vaticano II decretó la renovación. Sin renovación la iglesia 
languidece y se ancla estéril en el pasado. Pero la reforma en la 
Iglesia no es posible sino es volviendo a Jesús. No hay más futuro para 
la Iglesia que el que viene de Jesús. La Iglesia sólo fue grande cuando 
ensayó humildemente el seguimiento de Jesús. Para discernir lo que es 
abuso, desviación o infidelidad en la Iglesia no tenemos más medida que 
el Evangelio. Muchas de las tradiciones establecidas en la Iglesia 
pueden llevarla a un verdadero cautiverio.
Con gran acierto, el concilio volvió a recordarnos que la Iglesia no 
tiene más centralidad que la persona de Jesús. Y si ella pretende seguir 
a Jesús, no tiene si no seguir contando al mundo lo que ocurrió con 
Jesús, proclamar su enseñanza y su vida. Jesús no fue un soberano de 
este mundo, no fue rico, sino que vivió como un aldeano pobre y, por su 
programa, -anuncio del Reino de Dios: dignidad, igualdad y emancipación 
de los más pobres- fueron los grandes de este mundo ( imperio y 
sinagoga) los que lo persiguieron y eliminaron. Su condena a morir en la 
cruz, arrojado fuera de la ciudad como a un estercolero, es la muestra 
suprema de su incompatibilidad con los señores de este mundo. Destrozado 
por el poder, es el siervo sufriente, imagen de otros innumerables 
siervos, derrotados por los que gobiernan y se hacen llamar señores, 
pero acreditado y resucitado por Dios mismo.
2. Volver a una Iglesia anunciadora del Reino y servidora.
“La Iglesia recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e 
instaurarlo en todos los pueblos” (LG, 5). Lo que Dios desea para el 
mundo, en perspectiva cristiana, lo ha hecho manifiesto a través de 
Jesús. Y la Iglesia, si algún encargo tiene, es el de manifestar lo 
hecho por Jesús. Nunca la Iglesia es meta de sí misma. La salvación 
viene de Jesús, no de la Iglesia. Nunca ella tuvo otro Señor.
Cristo mismo no se anunció a sí mismo ni se predicó a sí mismo sino al 
Reino. La Iglesia, discípula y seguidora suya, debe hacer lo mismo. Su 
vocación es servir, no dominar: “Sirvienta de la humanidad”, la llamaba 
el Papa Pablo VI. Este servicio lo hace viviendo en el mundo, 
sintiéndose parte del mundo y en solidaridad con él, pues “el mundo es 
el único tema por el que Dios se interesa”.
3. Volver a una Iglesia democrática y democratizadora que haga real la 
igualdad
“En el Pueblo de Dios es común la dignidad de los miembros, común la 
gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola 
salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por 
consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de 
la raza, de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque 
no hay judío ni griego; no hay siervo o libre; no hay varón ni mujer. 
Pues todos vosotros sois “uno” en Cristo Jesús (Gal 3,28 gr.; Col 3, 
11)” (LG, 32). “Existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la 
dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la 
edificación del Cuerpo de Cristo” (LG, 32).
La democratización de la Iglesia es asunto suyo vital para que pueda 
adquirir credibilidad en la sociedad actual. Pero esa democratización no 
es posible sin lograr una auténtica convivencia de hermanos e iguales. Y 
este objetivo no se logra ciertamente por las sendas de un sacerdocio 
presbiteral superior, privilegiado y excluyente, tal como aparece 
configurado con concentración absoluta del poder en el vértice, y 
delegado en los demás grados de la jerarquía.
Para emprender este camino hay que partir de la vida de Jesús, el cual, 
siendo laico, “produjo un cambio de sacerdocio” (Hb 7,12), “fue 
sacerdote por la fuerza de una vida indestructible” (Hb 7,16). La 
constitución del sacerdocio de Jesús está en que “se asemeja a sus 
hermanos, es compasivo, prueba el sufrimiento, ofrece en su vida mortal 
oraciones a gritos y lágrimas, es decir, se identifica con su pueblo, 
sin avergonzarse de llamarlos hermanos”.
La vida entera de Jesús fue una vida sacerdotal , en el sentido de que 
se hizo hombre, fue un pobre, luchó por la justicia, fustigó los vicios 
del poder, se identificó con los más oprimidos, los defendió, acogió y 
trató sin discriminación a las mujeres, entró en conflicto con los que 
tenían otra imagen de Dios y de la religión y tuvo que aceptar por 
fidelidad ser perseguido y morir crucificado fuera de la ciudad. Este 
original sacerdocio de Jesús es el que hay que proseguir en la historia.
Consecuentemente, es esto lo que enseña el Vaticano II: “Todos los 
bautizados son consagrados como sacerdocio santo” (LG, 10).
Como enseña el apóstol Pablo hay en la Iglesia diversidad de funciones, 
pero ninguna de ellas se traduce en rango, superioridad o dominio. Todos 
son hermanos y hermanas y, en consecuencia, iguales. Una tarea ésta 
inmensa de cara a las mujeres, doblemente discriminadas en la Iglesia 
como laicas y mujeres.
La responsabilidad es de todos, dentro de un modelo comunitario, con 
diversidad de carismas, derramados por el Espíritu para el servicio de 
la comunidad. Una iglesia comunitaria y pluralista.
El Vaticano II no pone el fundamento de la Iglesia en el esquema bipolar 
“clérigos-lacios” que quita protagonismo, participación y 
responsabilidad a la asamblea cristiana.
Todo cristiano y toda cristiana participan en la triple función de 
Cristo: enseñar, santificar y gobernar. La Iglesia entera, pueblo de 
Dios, prosigue el sacerdocio de Cristo, sin perder la laicidad, en el 
ámbito de lo profano e inmundo, de los echados fuera. Este sacerdocio es 
lo primero y sustancial; el otro, el presbiteral, es un ministerio 
admirable, pero en cuanto ordenado al común es posterior, secundario y 
de servicio. El presbítero es, antes que nada, “ministro de la Palabra”, 
que debe comunicar a todos, sin que se vea ceñido exclusivamente al 
altar y a la administración de los sacramentos.
4. Volver a una Iglesia profundamente humana que establezca una nueva 
relación con el mundo
El cambio de relación de la Iglesia con el mundo es uno de los cambios 
mayores operados por el Vaticano II. Son muchos los textos en que el 
concilio habla “de tender un puente hacia el mundo”, “de querer entablar 
un diálogo con él”, “de sentirse solidario con su historia”, “de 
considerar sus senderos como propios”, etc. La Iglesia expresaba su 
conciencia de necesitar ser evangelizada, de reconocer el dinamismo de 
la época actual y cuanto de bueno, verdadero y justo existe en la 
variedad de las instituciones humanas, de escucharlo y aprender de él, 
de proclamar los derechos humanos. (Cfr. GS, 1, 40,42,43) .
El concilio se abría con inmensa simpatía al mundo, a la ciencia, al 
progreso, a los valores humanos, a la colaboración entre la ciencia y la 
fe, al respeto de la autonomía de lo creado y a los derechos de la 
razón, de la ciencia y de la libertad. Resulta estimulante volver a 
recordar estas palabras del papa Pablo VI: “Vosotros, humanistas 
modernos, reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros –y más que 
nadie- somos promotores del hombre” (Pablo VI, 7-XII-1965, nº 8). Lo 
mismo expresó el papa Juan Pablo II en su encíclica Diver in 
misericordia: “Mientras las diversas corrientes del pasado y del 
presente pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir 
e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia, 
en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del 
hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los 
principios fundamentales , y quizás el más importante, del Magisterio 
del último concilio” ( Dives in misericordia, 1).
 
Valoración y conclusiones Afortunadamente, la base y guía fundamental 
del cristiano es el Evangelio, que juzga cualquier comportamiento, 
incluído el de la jerarquía. Todo mandato debe ser conforme a razón y a 
las pautas del Evangelio. Y, en la medida en que no sea ni racional ni 
evangélico, es lícito no obedecerlo. Hay que saber obedecer , pero 
también y hay que saber mandar.
Por lo personal y comunitariamente vivido, por lo inmediatamente 
acontecido, entendemos y, por eso, lo denunciamos, que la autoridad 
eclesiástica, representada por el cardenal de Madrid, ha actuado de modo 
arbitrario e ilícito. Tal actuación
1. Tal actuación demuestra que dicha autoridad ha juzgado y manifestado 
sin fundamento, que la comunidad parroquial de San Carlos Borromeo 
celebra la Eucaristía en disconformidad con el espíritu y exigencias de 
la verdadera liturgia católica.
2. El procedimiento seguido hasta adoptar esta decisión, demuestra todo 
un talante distante, desconfiado, autoritario, que no se ha movido a 
impulsos de lo exigido por un trato y diálogo de igualdad fraternal. La 
autoridad desconoce el ritmo real de nuestra comunidad, no la ha 
escuchado ni respetado, y más que un servicio de apoyo, felicitación y 
aliento ha expresado un comportamiento de incomprensión, reproches y 
prepotencia hacia los sacerdotes y miembros de toda la comunidad. Una 
decisión de ese tipo no es aprobable ni evangélicamente, ni 
teológicamente, ni éticamente, ni jurídicamente.
3. Es inadmisible la valoración dual que se ha hecho, a distancia y sin 
conocimiento de causa, de que en lo social la comunidad es admirable y 
en lo litúrgico y catequético un desastre. Ese dualismo no existe en la 
comunidad sino en la mente de quien tal piensa y ordena . En la 
comunidad parroquial el anuncio del Evangelio es esencial y sirve para 
iluminar, guiar y formar los comportamientos de la comunidad. Su vivir 
no está separado de su fe, de una fe en el seguimiento de Jesús, norma 
fundamental de todo el quehacer cristiano.
4. Tenemos motivos suficientes para exponer nuestro desacuerdo con los 
juicios y decisión de nuestro Pastor e invitarle a mostrar más confianza 
y respeto en sus hermanos en la fe, a implicarse antes de juzgar en su 
vida, problemas, sufrimientos, luchas y esperanzas de sus asambleas 
eucarísticas, a reconsiderar y lamentar la decepción que les ha 
producido y reparar la mala imagen que de la Iglesia está proyectando en 
muchos ambientes y multitud de personas y en muchísimos de los que, 
contra lo que él y sus asesores piensan, han encontrado en esta 
parroquia atracción, claves y motivaciones evangélicas y humanas para 
sentirse más humanos y luchar por un mundo más justo y fraterno.
5. Nos duele que, ante tanta vida, de tantos años, surgida de tanto 
amor, generosidad y compromiso nos veamos precisados a sufrir actitudes 
y acciones tan injustas e impropias de unos hermanos en la fe, cuya 
misión es promover y asegurar la unidad en la fe, el amor y la esperanza.
Declaración reflexionada, comentada y aprobada
en Asamblea Comunitaria
por la Parroquia de San Carlos Borromeo